47. Dimes y diretes (IV): Atar los perros con loganiza
Para confirmar que hay gente para
todo, baste con recordar que un famoso carnicero de Salamanca se dedicaba, además
de su ocupación principal, a atar sus perros con longaniza, con lo cual seguro
que pretendía matar dos pájaros de un tiro; o por mejor decir, atar dos perros
por el mismo precio: tener al can sujeto y al mismo tiempo mostrar y encarecer
las virtudes de su mercancía. Aunque muchos debieron pensar que era una especie
de trampantojo para hacer alarde de una riqueza sobrada que no tenía. La
historia, sin embargo, no va más allá: no dice nada de esto y se reserva,
además, su dictamen acerca de lo que hacían los perros ante el olor y el tacto
de tan sabroso dogal.
Lo cierto es que desde entonces mucha gente, sobre todo a los ojos de los
demás, se dedica a atar los perros con longaniza haciendo alarde de un rumbo y
una ostentación llamativos y provocadores que los otros consideran tan
aparentes como la longaniza en el cuello del perro.
En tiempos modernos, la dicha ocupación adquiere mil formas, todas ellas
derivadas de aquella primera de la longaniza y el perro: colgantes y abalorios
aparatosos en el cuello de la señora, vestidos y joyas relumbrantes, pisos y
chaletes de ringorrango financiados con una hipoteca a cincuenta años,
banquetes y festorrios de todo tipo, viajes a la la Patagonia y a Katmandú,
hijos peregrinando por universidades privadas y escuelas de inglés de cualquier
parte del mundo, mientras los conocidos, amigos y algunos familiares, llevados
por el análisis riguroso o la pura envidia, abominan de ese atar los perros con
longaniza; ocupación, según ellos, vana y efímera, como los malpensados
suponemos que era la del rumboso charcutero de Salamanca.
Así que cuando se asomen a los predios y mansiones de alto estanding, comprueben lo primero si allí
atan los perros con longaniza o con cualquier otro embutido ibérico, porque tal
detalle les dará cumplida cuenta de la condición y ocupaciones de su dueño. Y
luego obren en consecuencia.