LA FERIA DEL MUNDO
56. Atar los huevos al diablo
En
aquellos remotos tiempos en que no existía el tuyo ni el mío, no había
necesidad de justicia ni de leyes porque bastaba la simple palabra de los
hombres y los campos daban sus frutos sin cultivarlos, pensábamos que el mundo
estaba bien hecho y por eso llamábamos de Oro a aquella dichosa Edad. Pero
pasado el tiempo y venidos a la Edad de Hierro que padecemos, sentimos el
desconsuelo y el desamparo del que lo ha perdido todo. Y es más, nosotros
mismos vemos cómo a plena luz del día cuadrillas de bandoleros asaltan y
expolian los organismos del estado, consejerías, ayuntamientos, instituciones
financieras y empresas que cotizan en bolsa; oímos decir que tal alcalde,
concejal o miembro de un consejo de administración trasiega la liquidez ajena a
la cuenta propia; notamos cómo familias respetabilísimas ocupan los cargos y
representaciones públicas con el fin de engordar lo suyo con el bien ajeno; nos
dicen que funcionarios y representantes públicos, ayudados de amigos y parientes,
organizan redes de cobro de extorsiones al tres o al veinte por ciento, que en
eso hay opiniones dispares; sabemos que mandamases de los partidos y
distinguidos cargos públicos frecuentan más Suiza o Andorra que sus propios
despachos y oficinas; y tenemos noticia de que muy honorables personajes y sus
esposas e hijos ponen a buen recaudo lo que no es suyo, no ya a espuertas, sino
en vulgares y cómodas bolsas de basura.
Y nosotros mismos hemos perdido buena parte
de nuestros sueldos, y de los servicios de salud, de educación y bienestar; y
nos han desaparecido de las cuentas nuestros ahorros preferentes; y se han
evaporado los fondos para la formación de los trabajadores y los destinado a la
reconversión de empresas, además de mermar considerablemente lo que iba
destinado a obras públicas.
Y lo que es peor: cada día comprobamos que
muchos de los que nos gobiernan han perdido el sentido del honor, de la
lealtad, del recto cumplimiento del deber y, en definitiva, la vergüenza, si es
que la tuvieron alguna vez. Además, sufrimos el abandono de la justicia ya que
las leyes resultan a medida de quienes las hacen, y con el propósito de no
cumplirlas, de manera que asistimos asombrados al espectáculo de juicios que
duran una decena de años y acaban como el parto de los montes, a la exhibición
de legiones de imputados que, lejos de irse a su casa o ser juzgados
sumariamente, se entretienen alardeando de su inocencia, quejándose ante sus
víctimas de persecución y acoso mediático o acusando a sus rivales de ser más
descarados, indignos o ladrones que ellos, o presumiendo de que lo suyo, aunque
impresentable, no es condenable por falta de pruebas o porque ha prescrito.
Ante esta merma de los bienes públicos, el
extravío de la ejemplaridad de los que mandan y la ausencia de justicia, a lo que
se añade nuestra perdida de la confianza en los que se ocupan del gobierno y
sus monarquías, los ciudadanos debemos pensar que, a grandes males, grandes
remedios, aunque a algunos les parezcan caseros y ridículos. Recuerden cómo,
cuando se perdían las tijeras, las gafas de coser, una toalla o la pelotica del
zagal, la señora de la casa, la abuela y otros miembros de la familia recurrían
al arte mágica de un sencillo conjuro con el que confiaban ciegamente en
recuperar lo perdido: anudaban las cuatro puntas del pañuelo moquero, de una
servilleta o de un pañito mientras recitaban la fórmula dirigida al diablo –o
en su defecto a San Cucufato: ”Los huevos te ato, si lo perdido no aparece, no
te los desato”.
Hagan la prueba y verán cómo los dineros
públicos o privados expoliados por desaprensivos y chorizos serán devueltos a su
legítimo dueño sin dilación ni trámites, como los sospechosos o imputados
abandonarán avergonzados sus cargos o serán castigados, cómo las leyes se
redactarán con diligencia en beneficio de los ciudadanos, cómo los que nos
gobiernan recuperarán la vergüenza y la dignidad perdidas y cómo los ciudadanos
descreídos encontraremos la confianza perdida. Prueben el procedimiento y no
sean incrédulos, que todo tiene arreglo. Aunque no lo parezca.