Reforma de los dichos (IX): La justicia es ciega
Las
minusvalías son carencias que merecen la comprensión y la ayuda a quien las
padece. Pero si se trata de esa dama solemne a la que llaman Justicia, estas
deficiencias pueden ser más feas y criticables.
Así, dicen que la justicia es coja porque
dedica demasiado tiempo a sus procesos y sentencias; tiempo de meses y años
perdidos en el papeleo de cientos, o cientos de miles de folios de denuncias,
declaraciones, instancias, oficios, recursos, apelaciones, citaciones,
diligencias, comparecencias, edictos, exhortaciones, indagatorias,
interrogatorios, moras, prórrogas, quejas, recursos, recusaciones, testimonios,
reprobaciones, resoluciones y veredictos en procesos interminables.
Procedimientos y papeleos que dan de comer a miles de funcionarios escalonados,
desde el más alto magistrado al agente judicial; así como a otros tantos
pertenecientes a profesiones liberales, como abogados, pasantes, procuradores,
peritos, gestores, etc. Toda una casta de la que el demonio metido en el cuerpo
del alguacil alguacilado de Quevedo dice que se alimenta generosamente el
infierno: “De cada juez que sembramos recogemos diez procuradores, dos
delatores, cuatro escribanos, cinco letrados y cinco mil negociantes”.
Pero que la justicia sea ciega, carencia
presentada como símbolo de su rectitud y equidad, muchos otros lo entienden
como un cerrar los ojos y un no querer enterarse de aquello que no interesa a
los que tutelan sus órganos rectores o se entrometen en ellos. Ceguera y
arbitrariedad que no se enmendaría si fuera tuerta, porque a algunos de los que
la imparten les haría mirar con el ojo bueno o con el malo, según conviniera: a
desahucio de indigente, ojo sano; si apropiación indebida de banquero, ojo
tuerto; si ratero menor, ojo avizor, si miembro de la judicatura, ojo perdido…
Pero peor sería si magistrados, jueces y
fiscales saciaran su sed en aquella fuente de los engaños, que, según Gracián,
hace ver el mundo y las cosas al revés,
de manera que al salteador de bancos podrían verlo como un gran señor, al
ladrón del erario público como un alma cándida, a los prevaricadores como seres
justos y benéficos.
Así que apañados estamos si seguimos con
esta justicia ciega y antojicoja. Se habría de reformar el dicho para
convertirlo en “la justicia es clarividente”, porque si lo ve todo, le será más
fácil discernir entre el buen hacer y el delito. Si no, más nos valdría atender
a la sentencia de Séneca que nos dice que “el que quiera vivir entre justos,
que se retire al desierto”.